miércoles, 14 de marzo de 2007

La vida es un documental
(Relatos desde el Festival de Cine) II

Entre una función y la siguiente, comer puede demandar demasiado tiempo. Sólo tengo suficiente para un sándwich, no más. Un lugar cercano promete variedad de lomitos. Me siento a una mesa y aprovecho la espera para escribir acerca de lo que acabo de ver: dos documentales que tratan sobre las pasteras en el Río Uruguay. Pero un suceso me interrumpe. Y no es la llegada de mi pedido.
Un señor entra y se acerca hasta la barra para pedir permiso e ingresar al baño. La señora que lo atiende le dice que no, con el famoso argumento que los baños son sólo para el uso de los clientes. El tipo, gordo y con una voz triturada de excesos, le responde: “¿cómo no me vas a dejar entrar al baño?, no podés”, y sin más, sube la escalera que le aliviará la vejiga. La mujer se perturba. Es sencillo suponer que el hombre tiene razón, pero que quizá no hubiera actuado igual si lo hubiese atendido otro varón. Contrariada, le cuenta lo ocurrido a sus compañeros en la cocina. Uno sale y le dice: “cortale la luz”, y es lo que hacen. Al rato, el tipo baja y la estropea diciéndole que no saben quién es él y si acaso creen que es un perejil. Venía bien, pero ahí se fue al carajo.
El lomito se demora. Mi tiempo se agota. Tengo ganas de ir al baño pero prefiero hacerlo luego en el cine. Un pequeño acto de reparación: “tomá, tengo ganas pero no entro a tu baño aunque sea cliente”, le digo sin decir. Mejor sigo escribiendo, aunque no me queden muchas ganas de quedarme aquí.

La vida es un documental, pareciera ser mi consigna de cabecera durante los primeros días del Festival de Cine.
El género ha sabido darse una vuelta de tuerca para no quedar emparentado al tipo de material que puede verse en el cable. Entre tanto canal que los emite y hasta con programas periodísticos que asumen ese formato para sus informes, quienes desean pasear sus trabajos documentales por el cine intentan tomar riesgos técnicos que, generalmente, los mejoran.
No es casualidad que se proyecten tantos documentales en la muestra. Tampoco que todas las funciones sean a sala llena, aunque esto parece propiedad del festival en sí.
El año pasado, en la proyección de Fusilados en Floresta, que repasa los asesinatos de tres muchachos en el fin de año de 2001, sólo éramos veinte personas en la sala. En esta edición, cada documental que vi presentó salas completas y aplausos finales fervorosos.
En esta lógica, que Gualeguaychú tenga dos obras que retraten su problemática parece casi inevitable.
Allí están todavía mostrándose en conjunto los trabajos de Miguel Mirra y el Movimiento de Documentalistas por un lado y Emilio Cartoy Díaz por otro.
¡Que viva Gualeguychú!, de Mirra, tiene una virtud: supo colocar su lente en el modo de lucha que eligieron los gualeguaychuenses: una organización asamblearia y horizontal que resiste al paso del tiempo sin quebrarse; pero, a la vez, esa virtud del realizador podría ser a la vez el peor defecto. A veces se distrae intentando abarcar la profundidad temática de las pasteras, cuando quizá debió haber sido sobre la Asamblea Ciudadana Ambiental y nada más. Al intentar abarcar el conflicto en general, pierde fuerza. Sobre todo si seguido se proyecta Historia de dos orillas, cuyo fin notorio es contar el conflicto y su desarrollo. Allí, Cartoy Díaz –apoyado claramente por un presupuesto muy superior- logró realizar una investigación periodística que aporta mucho a un tema difundido hasta el agotamiento.
Eduardo Galeano, Pino Solanas y Eric Calcagno lucen bien al lado de las imágenes de Valdivia, Chile o de la Ría de Pontevedra, en Galicia, ambas con sus pasteras y daños a la vista. Con joyas históricas como la imagen de Franco inaugurando la planta de Ence o hasta volviendo divertida la gastada irrupción de Evangelina Carrozo (más bonita antes de agregarse peso) delante de los presidentes, los 57 minutos de Historia de dos orillas resultan imperdibles para entender por qué los habitantes de Gualeguaychú no están dispuestos a dar ni un paso atrás.
Llega el lomito. Las ganas de orinar aumentan hasta el ardor. Tengo que resistir. Debo lograrlo. Pensar en Gualeguaychú ayuda a sostener cualquier lucha. Hasta la más pequeña resistencia.

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