Las vacaciones, suele decirse, son para hacer todo lo que uno no puede durante el año laboral. Como efecto colateral, entonces, también debería dejar de lado aquello que hago cotidianamente.
Vine a Mar del Plata por unos días no sólo para desprenderme de Buenos Aires, sino para desconectarme un lapso de todas mis ligaduras porteñas.
Y aquí estoy, escribiendo, que es lo que hago buena parte de mi tiempo normal.
Superado ese fracaso-contradicción, me interné de cabeza en el 22° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Ya había disfrutado de la edición anterior, así que estoy repitiendo la maravillosa experiencia de salir de un cine para entrar a otro, como si huyera de la luz natural para quedar atrapado por esa que se agiganta en el viaje desde el proyector hasta la pantalla.
Estas líneas contendrán opiniones acerca de las obras que alcance a ver, pero sin presumirme crítico especializado ni mucho menos. Serán sentencias no sólo subjetivas, sino hasta a veces caprichosas.
El primer día elegí ser monotemático desde algún lugar del inconsciente. Vi varios documentales con temática setentista. Al menos eso creí. Porque cuando terminó Un claro día de justicia, entendí que hay historias que, lo deseemos o no, están a treinta años de distancia pero nos alcanzan. Con una narración demoledora, Ana Cacopardo e Ingrid Jaschek, logran emocionar relatando el juicio a Miguel Etchecolatz. Es cierto que, seguramente sin pensarlo mientras lo filmaban, la desaparición de Jorge Julio López termina dándole otro significado, pero de todas maneras las historias que recorren la obra disparan lágrimas y anudan el cuello.
Hacen tres paradas en los casos emblemáticos que ayudaron a condenar a Etchecolatz por delitos de lesa humanidad, en un fallo que incluyó por primera vez la categoría de genocidio para los asesinatos y desapariciones de la última dictadura. El más conmovedor quizá sea el de Chicha Mariani, cuyo hijo y nuera fueron asesinados en una casa de La Plata que hoy es sede de la Fundación Anahí. La historia de Chicha es más o menos conocida. Busca a su nieta Anahí, que fue robada por los asesinos de sus padres en el mismo operativo. La entereza de Mariani a la hora de declarar, a pesar de los años, contagia una fuerza que muchas veces uno no sabe dónde tiene, pero que está escondida para aparecer en momentos clave. Cuando el presidente del tribunal le pregunta si quiere tomar un descanso, ella responde con firmeza: “yo preguntaría si ustedes quieren hacerlo”. La segunda estación es Nilda Eloy, de la Asociación ex Detenidos-Desaparecidos. El instante del reconocimiento del pequeñísimo calabozo que ocupó en uno de los centros clandestinos de detención por los cuales pasó, está captado con el dramatismo que la situación requiere, con naturalidad; una naturalidad que por cierto duele. El tercer punto es el de López y hay que agradecer a las realizadoras que no hayan cedido ante la tentación de desviar el eje y detenerse sólo en su presencia en el juicio para explotar su ausencia que perdura. Las recorridas con él para encontrar los lugares del horror –siempre con ese pulóver rojo y la gorra con la que nos acostumbramos a verlo aunque no esté- y su testimonio, sobre todo cuando rompe en llanto al contar que una compañera le pidió durante el cautiverio que, si salía, le diera un beso a su hija y le dijera que la quería, dan lugar a que esa hija, ahora una mujer de treinta años, cuente el significado de esas palabras de su vieja y de ese beso que López nunca le dio. Y se mete con un tema recurrente en este tipo de situaciones: la etapa por la que casi todos los hijos de desaparecidos pasaron y que incluye enojo con sus viejos por haber elegido la militancia y hasta la muerte antes que la crianza de sus hijos.
Son cincuenta y dos minutos muy valiosos, que seguramente fueron pensados para retratar la esperanza de que la justicia al fin llega, pero que será una partida empatada hasta que López aparezca.
Luego vino 7746 Legajo Conadep, de Rodrigo Sepúlveda y Cecilia Agüero. Narra el caso de Carmelo Cirella, un policía que participó de varios operativos de aquella época y que pasó varios años en las cárceles de la dictadura por robos. Seguramente ese desengaño con sus ex compañeros lo llevó a declarar ante la Conadep en 1984. El reportaje actual a Cirella es valioso pero de a ratos aburre. El modo de contarlo, con una engolada voz en off, no ayuda. Es una historia interesante, que tal vez diera para más.
4 de julio, de Juan Pablo Young y Pablo Zubizarreta, se mete con el asesinato de los curas y seminaristas palotinos en una Iglesia de Belgrano. Sale de lo común al modificar el sujeto del relato: al comienzo es Eduardo Kimel -el periodista que más investigó el caso y fue sentenciado por calumnias e injurias contra el juez que llevó la causa, Guillermo Rivarola- y en otras el narrador desaparece para dar lugar a los testimonios; la voz en off que lee el diario de uno de los curas asesinados, en este caso agrega solidez. Según los títulos es Julio Chávez y me inclino a pensar en el actor, pero no puedo confirmarlo con nadie. Los festivales son así.
La actualidad de los sobrevivientes (que no estaban en la Iglesia aquella madrugada por diferentes razones), todos haciendo política, deja implícita una pequeña victoria: la muerte y el miedo no cumplieron por completo su triste papel.
Las imágenes de archivo ayudan a poner en contexto y el final (sí, voy a contarlo) evidenciando que Kimel es el único condenado por el hecho, remata con certeza.
Estoy agobiado. Mucha política para el primer día. Para mañana me quedan un par de documentales acerca de las pasteras en Fray Bentos y después le daré lugar a la ficción, que pide a gritos un lugar en mi cartelera.
Volveré a escribir. Pero estoy de vacaciones y quizá no deba hacerlo. Es hora de entrar en otra sala. Todavía no sé qué es la playa. Mis ojos se entrecierran por la luz. Afuera es de día y yo voy por más oscuridad. No puedo evitarlo.
miércoles, 14 de marzo de 2007
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