Fui tres veces a Gualeguaychú.
La primera habrá sido hace como veinte años. Tendría trece o catorce. Fue durante uno de esos viajes en los que acompañaba a mi hermano en su trabajo. Esas excursiones me entusiasmaban mucho. En aquella época, él aún era viajante. Cuando llegaban mis vacaciones, nuestras salidas constituían una serie de aventuras maravillosas; no porque anduviésemos de copas o a los tiros, sino porque una lluvia de novedades me mojaban a cada paso. Todo era nuevo: desde los pueblos y ciudades, con sus semejanzas y rutinas tan desconocidas para mi percepción de cemento; hasta las particularidades de cada lugar, pasando por las estadías en los hoteles, pues las giras duraban tres o cuatro días, según la distancia a recorrer.
En uno de esos viajes, paramos tanto en Colón como en Gualeguaychú. Estaba tan poco difundida la belleza de la región, que nos reprochamos no haber llevado nuestros trajes de baño para arrojarnos en los preciosos balnearios a la vera del Río Uruguay. Sobre todo durante las horas de la siesta, en las que obviamente no se podía trabajar, pues la ciudad entera dormía. La onda era caminar por los negocios intentando vender llaveros para luego armar los pedidos recolectados entre la mercadería que quedaba en el auto. Esa era la parte que más me gustaba: separar modelos frente al baúl abierto.
No sé si habrá sido aquella vez -ayudemos al recuerdo a que sí, pues sería más bonito y oportuno-, que mientras íbamos en la ruta, con el Fiat 128 Súper Europa, Luis me contó una película entera sin que dejara de prestarle atención un sólo segundo. Era una en la que dos estudiantes (Rob Lowe y Andrew McCarthy) se hacían amigos en la Universidad. Allí, uno (Lowe) le cuenta al otro que cada vez que va al pueblo tiene un romance con una mujer mayor y preciosa; así, hasta que caen en la cuenta de que ella es la madre del personaje de McCarthy, y eso desata un desencuentro, claro.
Muchos años después, de casualidad, vi la peli en el cable. Se llama Class. Durante el relato de la ruta, él me había transmitido cierto erotismo cuando se refería a la mujer. Bastó que llegara a ver algunas escenas de Jacqueline Bisset allí para entenderlo todo. También en esos aspectos, descubriendo sensaciones nuevas dentro de mí, la aventura era total. Supongo que la adolescencia es una aventura permanente en ese sentido; y quizá la vida también pudiera serlo si uno supiera vivirla.
La segunda vez que llegué fue de paso. En el verano del ’93 mis vacaciones se repartieron entre Montevideo y Punta del Este y cruzamos hacia Uruguay por el hoy célebre puente internacional General San Martín. Íbamos Gustavo Suárez y yo en el Ford Galaxi de su padre. Era casi una pulseada ideológica: Gustavo se reconoce de derecha, yo no sé qué seré pero seguro que eso no. Fuimos a La Meca del menemismo en su apogeo; puaj, pero aun así me generaba expectativas inexplicables pasar las vacaciones en tierra enemiga (por menemista, no por uruguaya). En la frontera nos dimos (dieron) cuenta de que no podríamos cruzar. El auto estaba a nombre del dueño, el papá de mi amigo, y no había parentesco que sorteara la situación. Nos explicaron que el problema se solucionaría mediante una nota del padre autorizando al hijo a cambiar de país con su auto. Algo totalmente razonable por cierto, pero que nuestro apuro y cierta insensatez juvenil no habían alcanzado a prevenir. Sin mail ni fax (por razones de época, lamento admitir), la salida fue un telegrama que recién se recibiría al día siguiente. Esa noche, entonces, nos quedamos en Gualeguaychú en pleno carnaval. Al regreso de ese viaje también pasamos por allí, aunque ya por elección. Nos había ido bien durante el carnaval.
En todas esas ocasiones un pensamiento me recorrió a modo de denominador común: la naturaleza, la mano de dios (antes de que Maradona se la quedara para si en alguno de sus coqueteos con el diablo) o lo que fuere, había tenido mucho cuidado y buen gusto con esa ribera.
La tercera vez fue para la gran marcha del 30 de abril de este año, que conmemoraba la del 2005.
Gualeguaychú está muy cambiada, y mi percepción de algunas cosas también (aunque la Bisset me siga calentando). Su belleza me resultó mucho más impactante que cualquiera de las otras oportunidades. Todavía no puedo creer el grado de participación, entusiasmo y racionalidad política que tienen sus habitantes, y me sorprende que hayan logrado mantener esas virtudes durante estos tres años de lucha. Resabios de diciembre del dos mil uno. Ante experiencias como éstas, es fácil reconocer el sello que aquellos días marcaron en muchas cabezas. El aire que allí se respira tiene el mismo aroma que ese ayer. Ahora que lo pienso, tal vez por eso las pasteras comenzaron a construirse desde la chimenea. Cuando nos subimos a lo más alto que nos permitieron llegar en el puente, la vista era impresionante. Además del Río Uruguay que empieza a imponerse en su codeo con las tierras, allí cerca, enfrente, es imposible no quedarse con la mirada puesta en ese mástil imponente que es la chimenea de Botnia. Lejos de tener bandera –el dinero no lo tiene-, de ahí saldrán las toxicidades propias de la quema de la madera y los químicos que se utilizarán para apurar el proceso. Quizás haya que sofocar velozmente ese aire purificado por la lucha. Están a punto de perder lo mejor que tienen pero, sin embargo, aún conservan alegría y energía para seguir intentando ganar la pulseada ante el imperio más poderoso y duradero de la historia moderna: el imperio del dinero.
El habitante gualeguaychuense (toda una paradoja, el gentilicio es mezcla de Gualeguaychú y Ence, la empresa española expulsada por la lucha) ha logrado aprovechar esas riquezas naturales para su subsistencia, haciendo del turismo uno de los sostenes fundamentales de la comunidad. Nadie puede suponer que mantendrán la cantidad de turistas con, al menos, el olor que todos coinciden será tan inevitable como insoportable si finalmente se instalaran las papeleras. Solamente esa razón alcanza para entender que no tengan otra consigna que no a las papeleras. Luego, es cierto, habrá que anotar una exagerada postura en defensa del medio ambiente, que también tiene una pizca de hipocresía. Uno de los policías de tránsito que trabajó arduamente para ordenar la caravana en la multitudinaria marcha del treinta de abril, contaba un chiste:
-Va un paisano a la iglesia y se pone a rezar: “por favor diosito mío, ayúdanos en esta lucha por la preservación del medio ambiente. Necesitamos que nos protejas de estos desalmados que destruyen al ecosistema. Sólo con tu ayuda podremos vencerlos para seguir cosechando... soja transgénica”.
La marcha que conmemoró a la gigante del año pasado tuvo el doble de concurrencia. Casi ochenta mil personas en una ciudad de noventa mil habitantes; casi toda la ciudad más miles de visitantes de otras partes del país. La jornada entera estuvo cruzada por un entusiasmo y una alegría que contagian. A lo largo del puente (demasiado extenso para alguien acostumbrado a marchar por el recorrido Congreso-Plaza de Mayo), los equipos de sonido repiten una y otra vez todas las canciones que nacieron motivadas por la cuestión. Las hay con todos los ritmos, incluyendo una que tiene versos demasiado racionales, como que si no contaminan Tabaré las lleve a Punta del Este o Kirchner al Glaciar Perito Moreno. Después de un día completo escuchándolas, el viaje de vuelta será silbándolas alternativamente; no habrá manera de evitarlo. Otro dato llamativo fue habernos tenido que acostumbrar a participar de una marcha en la que todos estábamos del mismo lado: hasta los gendarmes y los policías estaban a favor de la manifestación. Fue la primera vez que sentí esa sensación y, debo reconocerlo, me resultó demasiado extraña.
Los medios, mientras tanto, han contribuido una vez más a la confusión. Sobre todo cuando llaman ambientalistas a los vecinos de la Asamblea. Juan Veronesi, uno de los que participan activamente de la movida, nos recibió en su local de productos regionales. Entre los aromas de los quesos y salamines que se cruzaban con el almuerzo que estaba preparando su esposa en la casa del fondo, Juan nos dijo: “nosotros no somos ambientalistas. Ellos han sido los pioneros de esta lucha porque, con sus conferencias, lograron que nos fuésemos enterando. Yo soy un ciudadano común, no me puedo llamar ambientalista”.
También nos ratificó un dato que habíamos recibido de otro vecino: los niños fueron fundamentales en la toma de conciencia de los mayores. Parece que los ambientalistas interesaron a los maestros, éstos comenzaron a explicar en las escuelas lo que podría llegar a suceder y, de regreso a casa, los menores preguntaron a sus padres que, en su mayoría, comenzaron a asistir a las conferencias para enterarse de la situación, pues no tenían respuestas para sus chicos.
En general, como casi todo el mundo, reconocen que si no hubieran cortado la ruta a la altura de Arroyo verde (ahora Trinchera Arroyo verde), nadie estaría hablando del tema. Están en la misma situación que los desocupados, que sólo son recordados cuando ocasionan algún congestionamiento de tránsito, aunque aquellos se apuren para aclarar que no son piqueteros. Causa mucha gracia que intenten explicar por qué no lo son. Sobre todo cuando dicen que es porque ellos no van con la cara tapada, ni con palos, ni rompen vidrieras... En fin, son piqueteros, les guste o no. Les da un poco de asquito reconocerlo nomás, porque son básicamente clase media.
Recuerdo que en aquel viaje menemista, en la escala en Montevideo, no pude creer estar disfrutando de las playas de allí, bañándome en el mismo Río de la Plata que nuestras industrias, de este lado, destruyeron. Entonces pensé que los uruguayos eran mucho más inteligentes que nosotros, entre otras cosas por eso. Ahora plantean algo así como: “ustedes ya destruyeron todo y viven como la mierda, entonces no tienen autoridad moral para repudiarnos”. Es cierto, hicimos todo mal, nuestra docena de papeleras están ahí, pero la política de Estado que lleva adelante Uruguay, en todo caso, es tan indefendible como la nuestra.
César Vega es ingeniero agrónomo, militante del Frente Amplio y tan uruguayo como su termo en la axila. Conduce un programa dedicado al agro -“el más escuchado”, dice sin sonrojarse- en Radio Centenario de Montevideo, una emisora que el Frente abrió con unos dólares conseguidos en los setenta. Fue a Gualeguaychú para la marcha porque está en contra de la política de su partido, de su presidente: “el proyecto del eucalipto no le sirve a ningún país. En esta zona del mundo, donde hay plantado un eucalipto llueven 22,25 litros y ese árbol consume por lo menos el doble; por eso es que se seca la tierra. Hoy tenemos la vergüenza que en algunos departamentos del litoral les estén llevando a los pequeños productores el agua, porque se les terminó”. Parece concluyente, pero sigue: “además tú te volvés dependiente. Donde hay plantados eucaliptos no podés plantar otra cosa. En el caso de la soja, los pueblos no deberían estar muy de acuerdo con plantarla porque es un producto híbrido, transgénico y complicado; pero donde hay soja, al año siguiente podés plantar otra cosa y donde hay eucaliptos no. Hay documentos que dicen que comenzaron a plantar hace treinta o cuarenta años para que cuando hubiera suficiente se instalaran las pulperas. De setecientas mil hectáreas forestadas, en Uruguay hoy existen quinientas mil con eucaliptos y, que casualidad, eso da para tres o cuatro pulperas ¿Tú creés que vamos a poder controlar a esas empresas?”. La verdad que no che.
Pero volviendo a la Asamblea, acostumbrado a las organizaciones sociales o políticas que le hacen reverencias al presidente o, por oposición, niegan algunos aciertos kirchneristas, aún me dura el asombro por cómo hacen política los asambleístas. Lucharon años para que a los políticos les importara resolver el asunto. Cuando lograron que Kirchner se hiciera cargo del asunto y hasta siguiera la política que le recomendaba la Asamblea, acudiendo al Tribunal Internacional de La Haya, quizá ya era tarde. Podría demostrarlo que Ence, la española, se retiró del negocio, entre otras cosas, porque aún no había construido más que un pequeño puerto; Botnia, en cambio, cuando K hizo de este tema una “causa nacional”, ya tenía construida cerca del cuarenta por ciento de la planta y otro tanto del barrio en el que vivirán los trabajadores especializados que llegarán desde Europa.
Hoy, mientras escribo estas líneas, la Asamblea está cerca de reunirse para decidir si levantan el corte que comenzaron el viernes o lo continúan. Como actores políticos que son, han tenido una idea poco feliz en esta ocasión: levantar un muro simbólico en Arroyo verde. Si bien explicaron que no es un muro que ellos hayan construido, sino que simboliza al que están construyendo los gobiernos de ambos países con su inoperancia, la oportunidad no parece ser propicia. Estados Unidos levanta uno para separarse de México e Israel ya lo hizo con lo que será parte del Estado Palestino. No los comparo, porque los asambleístas lo van a derribar cuando levanten el corte, pero el muro de la ruta parece ser un síntoma más que un símbolo. Cada día que pasa, no sólo avanza la construcción de Botnia, también se hace carne el objetivo del capital: hacernos pelear entre nosotros, mientras ellos facturan lo suyo y destruyen lo nuestro.
Fernando Tebele
martes, 2 de mayo de 2006
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